En un pueblo del sur de Francia, un día de verano, estaba en la cola de una cooperativa de alimentos cuando vi, en la fila del costado, una chica de unos 30 años esperando para pagar. Cuando salí de la tienda, volví a ver a la chica, sentada en posición flor de loto, meditando en el borde del puente que veis en la foto, bajo el sol tibio del fin de verano. Se había ubicado encima de una de las barreras de piedra del puente, en el petril, a menos de 5 centímetros del límite construido. Inmediatamente pensé que una mano amiga podría sepultarla en el fondo del río, unos 25 metros más abajo, con solo un pequeño empujón, y me estremecí.

Inmediatamente volví a estremecerme, ahora por mi pensamiento, que indicaba una total falta de confianza en el entorno en el que me encontraba. ¿Qué pudo provocar ese sentimiento de miedo a ser agredida en el espacio público? Últimamente se han producido algunas situaciones muy desagradables de hombres que pegan a mujeres cuando éstas se defienden verbalmente ante lo que consideran un comentario obsceno o una falta de respeto. Los he visto en twitter y también, lamentablemente, me ha ocurrido a mí a menor escala (un amago de agresión física sin llegar a producirse. Recuerdo que lo primero que pensé en ese momento es que no había gente en la calle, estaba sola con mi hijo).

Pero en mi barrio no tengo miedo, en absoluto, y en otros muchos lugares tampoco. Un día, hace ya algunos años, volvía con mi hijo de 2 años a casa y, cuando faltaban unos 50 metros para llegar, mi hijo salió corriendo. Justo enfrente de casa había un kiosco. Manel, el kiosquero, apareció de un salto y estiró los brazos para agarrarlo. Entonces me vio y me preguntó, asombrado, “¿cómo es que va sola esta criatura?” Yo le respondí, “No estaba solo, Manel, sabía que saldrías tú para frenarlo”.

Manel ha tenido que cerrar el kiosco, nada más obsoleto hoy en día que un punto de venta de periódicos en papel. Pero Lidia, la peluquera, todavía está allí para recibir los paquetes que me traen de compras online, y Ernest, el carnicero, me pasa los libros de Galeano, me recomienda escuelas públicas cercanas y con mi compañero hacen intercambio de idiomas francés-catalán.

Todo parece más llevadero en el espacio público si existen redes de gente que se encuentra diariamente y establece relaciones de ayuda mutua. Por mínimas que sean, ahí están y hacen una función necesaria. Así lo creían también personas como Jane Jacobs[1]:

La mayoría de esto es ostensiblemente trivial, pero su suma no lo es en absoluto. La suma de todos estos contactos casuales y públicos en un nivel local, la mayoría de ellos fortuitos, la mayoría propiciados por recados que la gente hace para sí misma, es un sentimiento de identidad pública de la gente, una red de respeto público y de confianza, y un recurso en los momentos de necesidad personal o vecinal. La ausencia de esta confianza es un desastre para las calles de una ciudad (Jacobs, 2011, pág. 84).

Efectivamente, sentir desconfianza en el espacio público, derivada de la falta absoluta de relación con el entorno, es como situarse al borde de un puente de base resbaladiza, y mirar, de vez en cuando, río abajo.

[1] Jane Jacobs (2011), Muerte y vida de las grandes ciudades, Madrid, Editorial Capitán Swing.