La primera sesión de los Diàlegs a la Riba del Besòs 2020 se realizaron a principios de febrero de 2020, un mes sorprendentemente cálido donde una pandemia parecía todavía un cuento distópico. Mirando en retrospectiva, aquel febrero parece tan lejano como lo era entonces una enfermedad llamada Covid19. Sólo un mes después, la ciudad de los diez minutos de Carmes Miralles, la primer ponente del ciclo de estos diálogos realizados en Santa Coloma de Gramanet y patrocinados per la Asociación del Plan Metropolitano de Barcelona (PEMB), sería vista más como una obligación que como un modelo a seguir, confinados en la unidad emocional llamada barrio, casa e, incluso, soledad para una enorme cantidad de persones.

La ciudad de los diez minutos, el barrio percibido, se desposeyó de su principal valor: el vínculo con aquello cercano, la sensación de conocer y ser conocido. Las ciudades, decía Miralles, son relaciones de vecindad y ésta es una característica esencial de los barrios vitales. No es suficiente con la mera presencia, sin vínculo no hay vitalidad. Nosotros somos también el barrio donde vivimos, nos decía nuestra primera invitada del año. Y nos quedamos tan enmudecidos y apagados como nuestros barrios.

La segunda sesión de Diàlegs, a finales de febrero, se centró en la construcción de la ciudad desde las similitudes y diferencias entre barrios. Se habló de desigualdades y de identidad, de luchas sociales, de tejido asociativo y de redes comunitarias, de multiculturalidad, de cambios urbanísticos, de espacios de centralidad y de equipamientos de cohesión, de nuevas luchas urbanas centradas en la vivienda, de ciudad compacta y de identidad de barrio. La panorámica de la ciudad se compuso de fotografías de unos barrios contextualizados histórica, social, cultural y económicamente.

Marc Andreu introdujo la mirada metropolitana, poniendo de relieve las vulnerabilidades del Besòs pero también toda su potencialidad, remarcando el ligamen y las continuidades entre escala metropolitana y barrios. Andreu afirmaba con contundencia que los barrios generan cultura metropolitana, a través de sus producciones musicales, literarias, prácticas deportivas y de cultura popular, que generan interrelación, eco y sinergias en el territorio. Tejen relaciones, pero también imaginarios, relatos compartidos, puntos de partida con futuros abiertos.

Tan solo quince días después nos quedamos absolutamente perplejos cuando, aquel sábado 14 de marzo, nos confinaron en casa, parando el ritmo de vida desenfrenado que apenas dejaba espacio para momentos de reflexión. Llegó el tiempo de detenerse y, con ello, de reprogramar y más allá, de repensarnos en nuestro contexto. Así llegó la tercera sesión de los Diálogos, esta vez a través de canales online, enfrentándonos al hecho (o al prejuicio) de que con la presencia física perdíamos algún elemento esencial.

La realidad fue más benévola, y hasta provechosa. El espacio online abrió la puerta a más de 300 visualizaciones en un encuentro resignificado en tiempos de pandemia. En lugar de pensar qué pasaría en el futuro, nos centramos en reflexionar sobre qué estaba pasando y sobre qué queríamos que pasara. Hablamos de la importancia de acompañarnos al final de la vida y nos preguntamos, atónitxs, cómo nos podemos cuidar en la distancia, nosotros, que pertenecemos a la cultura de las distancias cortas, en la cual dar las gracias va casi intrínsecamente ligado a un abrazo.

Pero curiosamente, aquel confinamiento nos abrió un poco más a reconocer a nuestros vecinos y vecinas, nos hizo más conscientes de que somos seres fundamentalmente sociales y que nos necesitamos. Tuvimos que verlo por contraste, por falta de acceso, producido de repente y radicalmente. Así como comenzaba la primavera a florecer allá afuera, y retornaban los animales a la ciudad, en medio de un entorno sorprendentemente descontaminado, así también florecían las redes de solidaridad y las iniciativas sociales. Comenzamos a respirar aire fresco, a descomprimir el aislamiento, a pesar del coste altísimo que se empezaba a entrever para muchas familias.

El coste ha sido especialmente alto para algunos colectivos, y la infancia se encuentra entre ellos. La cuarta y última sesión de los Diálogos a la Riba del Besòs antes del verano se produjeron en medio de un debate generalizado sobre la educación en Catalunya. Para abordarlo, invitamos a diferentes agentes de la comunidad educativa que nos hablaron de gestión de las emociones en el hogar, de segregación e impacto desigual, de la dificultad de lidiar con necesidades básicas, falta de conocimientos e inseguridades sanitarias; pero también de la enorme necesidad de trabajar en red, de corresponsabilidad y, porqué no, de atreverse a repensar la escuela como institución educativa.

El sistema educativo lucha por adaptarse (o para resistir) a un siglo XXI convulso que arrastra una pesada carga de retos todavía sin resolver que, en lugar de aminorar su ritmo y crecimiento, responden a la lógica de bola de nieve: el aumento progresivo de la brecha de la desigualdad, la aceleración exponencial de la destrucción humana del medioambiente, la multiplicación de las voces de intolerancia y culpabilización de colectivos sociales, la intensificación de personas refugiadas en todo el mundo, el incremento de la sensación de impotencia y descrédito ante las instituciones, el miedo a la irrupción de nuevas pandemias, el impacto de la tecnología en el mercado laboral…

En este marco, ¿cuáles son las funciones esenciales que tendría que asumir la educación del siglo XXI? ¿Cómo tendrían que dialogar los centros educativos con su entorno en una sociedad donde la digitalización y la robotización se vuelve omnipresente y pretenciosamente omnipotente? ¿Cómo asumir la corresponsabilidad en el aprendizaje de la infancia desde las familias, qué cambios requiere ello a nivel de organización laboral? No tengo respuestas rápidas ni contundentes para estas preguntas.

Es evidente que para algunas personas, familias y grupos sociales, lo que han vivido en los últimos meses dejará una marca imborrable: familias hacinadas en espacios mínimos, negocios cerrados, trabajos perdidos, personas queridas que han marchado sin un adiós… Pero ojalá que este condenado virus, a pesar de todo, nos deje una huella colectiva, compartida, que no solo contabilice pérdidas y nos ayude a salir (como sociedad, entre todxs) de la normalización de la desigualdad social y la devastación ambiental, entendidas en la cultura dominante occidental como efectos colaterales inevitables y, por tanto, incuestionables más allá de la retórica. Ésta tendría que ser, según creo, la función de la educación del siglo XXI.