Cuenta la filósofa Susan Sontag en su libro Ante el dolor de los demás[1] que hay imágenes cuyo poder no mengua, y por ello no se pueden mirar a menudo. En efecto, no puede mirarse a menudo aquello que conmociona demasiado. Pero el toc-toc de l@s refugiad@s a Europa suena como un tic-tac en mi cabeza y me obliga a centrar la mirada en esta marea humana, intentando trascender la conmoción para llegar a comprender algo sobre su condición.

Me gustaría centrarme en el espacio descontextualizado o cercado en el que tienen que habitar. Para intentar entender la realidad de los campos de refugiad@s me puse a ver algunos documentales sobre el tema. Veo enormes diferencias entre los campos en todo el mundo, en algunos de ellos, como es el caso del campo de Ein al-Hilweh en Líbano, pueden pasar generaciones enteras (lleva más de 60 años funcionando). Veo niñas jugando en los campos y ancianos que se han quedado sin voz. Veo algunas personas trabajando (en muchos campos, en cambio, está prohibido trabajar). Veo quilómetros de vayas, aunque en algunos casos se puede acceder a permisos para salir durante el día del recinto. Interpreto que en todos los casos se trata de condiciones que ponen los países receptores de refugiad@s, y que en gran parte por ello son tan diferentes entre sí.

¿Cómo se puede vivir esperando volver a una vida normalizada, a veces durante décadas, en estos espacios caracterizados por su condición de transición? Niños y niñas que en algunos casos han nacido en estos sitios, ancianos y ancianas que han perdido sus referentes, adultos y adultas cuya profesión es esperar. Como inmigrante, puedo entender la sensación de desarraigo repentino del lugar de origen y el desasosiego que puede generar en un comienzo, pero me cuesta comprender la idea de descontextualización permanente, de carencia absoluta de apropiación del espacio que se pisa. El o la inmigrante puede coger un lápiz y comenzar por segunda vez (o las que hagan falta) a dibujar su presente, a generar sentido en el nuevo espacio. El o la refugiada de un campo, no estoy tan segura.

Las imágenes que veo me remiten directamente a la idea del antropólogo Marc Auge, quien contrapone los no lugares al concepto sociológico de lugar[2]:

Los no lugares son las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de personas y bienes (vías rápidas, empalmes de rutas, aeropuertos) como los medios de transporte mismos o los grandes centros comerciales, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los refugiados del planeta (pág. 41).

Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico definirá un no lugar (pág. 83).

El pasajero de los no lugares solo encuentra su identidad en el control aduanero, en el peaje o en la caja registradora. Mientras espera, obedece al mismo código que los demás, registra los mismos mensajes, responde a las mismas apelaciones. El espacio del no lugar no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud (págs. 106-107).

Para Augé el lugar se define por la relación y experiencia de un ser humano con su entorno. Una persona que está una media de 17 años en uno de estos campos, ¿puede llegar a considerar ese espacio como un lugar de identidad, relación y creación de memoria? El excelente documental DistrictZero se acerca a alguna respuesta. A través de los ojos de Omar Maamun se refleja una vida de desesperanza y sinsentido:

¿Cómo voy a estar bien? Vivir no es solo comer y beber. Vivir es estar en tu lugar. Aunque tenga una tienda, un trabajo, siento que aquí estoy perdiendo el tiempo […]. No tengo ni razones ni esperanzas para estar aquí. Aquí no tengo nada. Es como si estuviéramos diez años dormidos. Dormir o morir. ¿Cuál es la diferencia?

Omar preferiría volver a la guerra si no tuviera hijos, igual que algunas de las personas con las que se relaciona a lo largo del film. Pero lo fascinante del documental es su trabajo y el efecto que genera. Omar arregla móviles, y la mayor parte de las personas que vienen a su negocio tienen la misma petición: conservar sus fotos. Omar no sólo guarda imágenes de móviles en su ordenador sino que acaba comprando una impresora de fotografías.

En una escena de la película una madre dice a su hija:

Las fotos son recuerdos, no se pueden borrar.

Y la hija responde:

Pero hay que borrarlas, así habrá más memoria.

A lo que la madre contesta:

No se puede renunciar a los recuerdos. ¿Alguien puede renunciar a un hijo?

Omar almacena retazos de memoria en un espacio despojado de tiempo, de presente suspendido en una vida desierta. Pero la conversación es muy relevante porque también indica diferencias entre la juventud y la adultez en este no lugar, la reivindicación de creación de un presente. Para la joven, es necesario dejar espacio para crear nueva memoria, contemplar y escribir el presente. El documental acaba, magistralmente, imprimiendo fotos del presente, no solo del pasado; fotos que adornan las carpas, los cubículos habitados.

Más allá de la pregunta fundamental (¿Por qué no pueden salir de allí para crear un presente?), que excede en gran medida mi capacidad de entendimiento, creo que el documental expresa la idea de una posible construcción de significatividad en estos no lugares, aunque tibia y circunstancial. Por otro lado, los autores de la película vehiculan la memoria a través de las imágenes, las fotografías son metáforas de identidad, relación e historia, un referente, un anclaje en un mar sin agua, en un espacio sin forma.

Marc Augé se refiere a la relación entre no lugares y lugares:

El lugar y el no lugar son más bien polaridades falsas: el primero no queda nunca totalmente borrado y el segundo no se cumple nunca totalmente: son palimpsestos donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado de la identidad y la relación (pág. 84).

Pero también afirma que la sobremodernidad se caracteriza por la cada vez más habitual extensión de no lugares. La expansión actual de espacios de tránsito asociados con frecuencia al consumo (centros comerciales, aeropuertos, carreteras…) en Occidente remite al autor francés a la descontextualización antropológica y, en definitiva, a la extensión de la soledad en nuestras sociedades.

Quizás sea por nuestra habituación a estos no lugares de consumo que logramos anestesiar la mirada ante esta realidad, u observarla de reojo, o como si estuviera muy lejos. Quizás esos dos tipos de no lugares no estén tan alejados entre sí, aunque en un caso la deshumanización sea forzada y en el otro, inducida; aunque en un caso prevalezca el dolor y en el otro la indiferencia o la ceguera; en los dos casos hay desasosiego, impotencia y falta de sentido. Un lugar donde se duerme. Quizás la situación de l@s refugiad@s nos esté mostrando algo de nosotr@s mism@s. Por ello creo fundamental situarnos en el lugar antropológico, el lugar donde se activan la memoria histórica y la interrelación, para poder mirar sin tapujos, reconocer y actuar en aquello que esté en nuestras manos.

El lugar antropológico es colectivo, nunca individual. La mirada es desde uno, pero va hacia afuera, reconoce y empatiza. Y es también el espacio de la imaginación. Es el lugar donde Lennon parecía residir permanentemente, y de hecho lo sigue estando en sus canciones. Es el lugar donde se sitúa tanta otra gente que conozco. Imagine all the people, sharing all the world, you may say that I’m a dreamer, but I’m not the only one, I hope someday you will join us, and the world will be as one.

 

[1] Susan Sontag, Ante el dolor de los demás. Editorial Debolsillo Contemporánea (2010).

[2] Marc Augé, Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Editorial Gedisa (2002).