Todavía muchos recuerdan la polémica presentación de la candidatura de Madrid como ciudad anfitriona de los Juegos Olímpicos, por parte de la exalcaldesa madrileña Ana Botella. Esto fue a finales del 2013. Y lo recuerdan porque su estupenda frase del “relaxing cup of café con leche” tuvo incontables adeptos para la sorna. Lo más significativo de esta frase, proveniente además de una de las ciudades más endeudadas del país, es que refleja perfectamente el discurso neoliberal del desarrollo urbano asociado a la oda al márquetin de ciudad y la atracción de capitales, pero en cutre. La señora Botella invita a golpe de pandereta y enormes gorros mexicanos.

Últimamente vengo leyendo en los periódicos que ciudades preseleccionadas como anfitrionas de los Juegos Olímpicos deciden finalmente no presentar sus candidaturas. En los últimos 3 años las deserciones a presentarse como ciudades candidatas de los Juegos Olímpicos han sido un goteo permanente: Hamburgo y Múnich (Alemania), Roma (Italia), Oslo (Noruega), Cracovia (Polonia), Estocolmo (Suecia), Davos/St. Moritz (Suiza), Lviv (Ucrania), Boston (EUA), Toronto (Canadá), Chicago (EUA)… En la mayoría de los casos, la oposición a los Juegos gana en referéndums ciudadanos, y en algunos pocos más, son decisiones tomadas por gobiernos más bien progresistas. ¿Cuáles son los argumentos que se utilizan para rechazar sus candidaturas como anfitrionas de un evento de estas características?

El argumento principal se refiere a las inversiones municipales y el beneficio social del macroevento. En efecto, las voces críticas afirman que el bienestar social se vería claramente afectado tras la celebración de los Juegos, en primer lugar porque supone dejar de invertir en otros ámbitos, más necesarios para la población. Oslo, por ejemplo, justifica su retirada alegando preferencias por el gasto municipal en vivienda pública más en el desarrollo de los Juegos. Chicago creó una plataforma ciudadana contra la candidatura de los Juegos del 2016 con la frase “No games. Better hospitals, housing, schools and trains”.

En segundo lugar, pero no menos relevante, se hace referencia a la especulación inmobiliaria que generan estos eventos, y que repercute muy negativamente en la población local. Así alegaba sus reservas hacia los Juegos la alcaldesa de Roma, Virginia Raggi: “No tenemos nada contra el deporte, pero no nos gustan las Olimpíadas del ladrillo”. Si tomamos como referentes los casos de Londres y Río de Janeiro, la afectación del derecho a la vivienda de las personas más vulnerables que ha provocado la celebración de los Juegos es un hecho incontestable.

Otros argumentos ponen el acento en el déficit público que provocan los Juegos en la ciudad anfitriona, así como en la idoneidad de los gastos según partidas presupuestarias. En el cantón de Grisones (Suiza), por ejemplo, se estimaba un presupuesto 4.000 millones de euros, de los cuales 1.400 millones irían destinados a la creación de infraestructura. En Hamburgo el presupuesto se estimaba en 11.200 millones de euros. Sobre el contribuyente alemán iba a recaer el 66%. Y ello sin contar con los datos que aporta el grupo Nolympics, críticos con la celebración de los Juegos en Hamburgo. Según esta plataforma, desde 1960 el coste del evento se ha triplicado como media. El caso de Montreal, en los años setenta, es el más alarmante. Según un estudio de la Universidad de Oxford, los Juegos Olímpicos en esta ciudad tuvieron un sobrecoste del 796%.

El presupuesto en seguridad, al alza y que alcanza los 230 millones de euros en el caso de los Grisones, indica otra razón de rechazo a los Juegos. Ésta más vedada en los medios de comunicación pero posiblemente con un peso creciente en el rechazo a las candidaturas en Europa: el miedo a un atentado terrorista y las restricciones a la libertad derivadas tanto en términos de terrorismo como de control del orden público en sentido más amplio y más represivo (asociado a la criminalización de la pobreza, a la represión de manifestaciones políticas, etc.).

Otros legados Olímpicos de dudoso beneficio es el que se refiere a las inversiones en infraestructuras. En la mayoría de los casos, un gran elefante blanco de instalaciones deportivas de nueva construcción y otras infraestructuras con frecuencia más destinadas al turismo que a las reales necesidades de la ciudadanía, decididas a contrareloj y, por supuesto, sin contar con frecuencia con la opinión de la población que finalmente “gozará” del legado de los Juegos. Asociado a ello está la huella de carbono que en algunos casos se intenta minimizar con la creación de parques verdes (Beijing), autopistas de hidrógeno (Vancouver) o estadios parcialmente desmontables (Londres).

Pero, veamos, ¿este rechazo hacia la celebración de los Juegos Olímpicos en el propio territorio, es históricamente habitual o supone una tendencia más bien actual? En este sentido, encontré un artículo bien interesante sobre la geopolítica de las Olimpíadas. En él se sugiere que los Juegos cambian el statu quo en la elección de la sede a partir de la caída del muro de Berlín. En efecto, los Juegos pasan de elegirse por cuestiones de dominio geopolítico, rotando por las potencias, a escogerse en función de un criterio claramente económico y comercial. En la actualidad, la candidatura que más oportunidades tiene de ser escogida es aquella que ofrece más oportunidades de negocio en términos de construcción de infraestructuras.

Un buen ejemplo de esta estrategia de nueva generación lo encontramos en Estados Unidos, en Salt Lake City. Con la excusa de haber albergado ya los Juegos de 2002, el COI pidió que en el 2022 los Juegos de invierno se alberguen en la vecina Aspen, a tan solo 600 kilómetros de Salt Lake City. ¿Querían que se construyera una villa olímpica y nuevos estadios? Parece que esta fue la sutil sugerencia del Comité Olímpico Internacional.

Hoy en día, el mantra del COI es bien conocido: “Se perdió una gran oportunidad para la ciudad…”. Relájese señor portavoz, y tómese una taza de café con leche.