Viñeta de Quino.

Transformar implicando a la ciudadanía es uno de los grandes retos de la participación. Pensar colectivamente siempre me ha parecido mucho más potente que la suma de las partes. Pero juntar a un grupo de personas para participar en un debate, propuesta o decisión no es garantía de transformación. Pensando en innovar en participación, me pregunto qué peso específico tienen las metodologías en la capacidad para transformar y qué otros aspectos deberíamos considerar para acercarnos un poco más a entornos susceptibles de transformación.

Uno de los elementos básicos para poder pensar más allá en participación es incorporar los sentidos al debate y las ideas. Pongo un ejemplo. Dibujemos un árbol. Ahora un coche. Ahora una casa. Otra casa, y otra más. Una más, y dos más… Si forzamos este ejercicio, y pedimos a lxs participantes que dibujen 10 o 20 casas, nos daríamos cuenta de que en la gran mayoría de casos la primera casa se dibuja tal y como nos han enseñado en P3, con 3 años. La tenemos grabada a fuego. No tiene nada que ver con nuestra realidad más próxima, la casa en que vivimos. Luego aparecen variantes de la misma primera casa y, si comenzamos a forzar el ejercicio, comenzamos a “abrir” nuevos “ficheros mentales” del estilo “casas de animales” (que nos dará tregua para inventar 6 y 7 casas más), “casas del mundo” (otras 6 o 7 casas), etc. El cerebro se acomoda en una mirada parcial, en la primera impresión, habitualmente muy condicionada.

En participación esto significa que las propuestas de una lluvia de ideas o un espacio de participación individual (ej. online) suelen quedar muy condicionadas por el marco de referencia perceptivo y prescriptivo, tienden a repetirse y a estandarizarse. En este caso, las metodologías pueden ayudar enormemente a pensar más allá, sobre todo cuando se introduce la deliberación grupal, creando buenas preguntas que contribuyan a profundizar o a “forzar” la salida de la caja, generando espacios más informales o poco institucionalizados, provocando asociaciones poco probables, incorporando nuevos materiales para pensar (legos, sogas, fotografías, cartas…), etc.

Pero podemos ir más allá del ámbito metodológico. El humor, por ejemplo, es un gran catalizador de rupturas y pensamiento lateral. Recuerdo un caso en el cual alumnos de arquitectura debatían sobre cómo implicar a personas mayores de edad en su propio espacio, y el objetivo era acercarlos a un proyecto de huerto urbano. En ese marco alguien dijo en broma “los mayores no harán caso, ¡lo que les gusta es estar todo el día sentados en los bancos de las plazas!”. Entonces otra persona contestó “pues vamos a llevar los huertos a los bancos de las plazas”. Y así se acabó diseñando bancos de plazas con estructuras aptas para el cultivo urbano.

El segundo elemento imprescindible para generar transformación es, desde mi punto de vista, incorporar lo sentido. Varios ejemplos me vienen a la mente, pondré solo dos. En una ocasión formé parte de un grupo estable de participación en el cual se produjo un conflicto a través del whatsapp. En la siguiente reunión todo el mundo estaba muy incómodo, pero el moderador del grupo decidió tratar este tema como último punto del orden del día y dedicarle un total de 2 minutos, como si aquello que nos había dolido a todxs fuera poco importante, priorizando las decisiones que debían tomarse y, en definitiva, “la eficiencia” de la reunión. Fue un desastre. Nadie escuchó nada y yo, personalmente, decidí desvincularme del grupo. Eso sí, salimos de allí con las decisiones tomadas necesarias para seguir “el engranaje”.

El segundo ejemplo se produjo en una dinámica grupal en la cual yo hacía de facilitadora. Se trataba de un Plan de Actuación Municipal. Terminé la sesión con “los deberes hechos”, es decir con una retahíla enorme de ideas y propuestas a trabajar, el objetivo de aquella dinámica. Al final, se acercó una mujer muy consternada diciendo que ella quería hablar de qué pueden hacer sus hijos después de clase. Estaba muy angustiada y me di cuenta (yo tenía un hijo muy pequeño en ese momento) de que había contactado con un sentimiento muy básico: la culpa que le provocaba trabajar cada día hasta las 20:00 hs sin poder ocuparse de sus hijos pequeños. Cualquier especialista en participación ciudadana me diría que ello no formaba parte del marco de participación y qué es necesario respetar los límites para hacerlo efectivo. Sin embargo, yo creo que con frecuencia tendemos a evitar entrar en contacto con estas necesidades profundas porque nos parece que “nos hacen perder tiempo” o que “se alejan de los límites de participación establecidos y necesarios”. Me pregunto si dar más espacio a esa necesidad (quizás muy compartida por otras personas de la ciudad) hubiera generado un proyecto mucho más transformador que la lluvia de ideas que me llevé a casa.

Dar espacio a lo emocional no es fácil en procesos grupales, requiere de formación, experiencia y voluntad. Además, creo que tenemos una idea de la deliberación muy habermasiana, demasiado racional. Ésta es la manera en la que nos enseñan a debatir y a llevar grupos, sin incorporar (o evitando intencionadamente o de manera inconsciente) el factor emocional en la construcción de proyectos comunes. Y diré más. El conflicto siempre tiene un componente emocional al que no damos espacio, porque entramos en un terreno más difícil de predecir o de articular, aunque infinitamente más rico. Por otra parte, es cierto que los objetivos concretos y el tiempo limitado de los procesos participativos no ayudan a detenerse en momentos inesperados, y ésta es una contradicción propia del trabajo que hacemos a la cual no puedo dar una respuesta fácil. Creo que éste es un punto clave y diferencial con respecto al trabajo comunitario, en el cual la articulación social pasa a primer plano. En el caso de la participación ciudadana se tiende a priorizar el resultado, y ello tiene sus virtudes pero también puede tener un enorme coste de oportunidad.

El tercer factor imprescindible para lograr transformar, y el último que comentaré en este post, es cuestionar la estructura tan jerárquica en la que vivimos. Lo que se puede decir o pensar depende enormemente de los contextos en los que nos encontramos, y ser consciente de este factor es tan imprescindible como trabajar para incluir todas las voces en un espacio participativo. Es una realidad contrastada que en los espacios de participación las personas inmigradas hablan menos que las autóctonas y que las mujeres (u otras personas con variantes heteronormativas de definición de géneros) lo hacen menos que los hombres.

Pero también conviene ser bien consciente del lugar desde donde se propone la participación ciudadana, habitualmente institucional. Si bien es cierto que nos movemos actualmente en un marco de democracia representativa, también es verdad que el espacio para incluir ciudadanía en el diseño, seguimiento y evaluación de los procesos deja mucho que desear. Las comisiones donde se establece el qué y el cómo se puede participar suelen ser político-técnicas, en pocas ocasiones la ciudadanía está verdaderamente incluida en estos espacios decisionales de partida y rendimiento de cuentas. Por otra parte, cuesta todavía mucho pensar otros roles de las administraciones públicas diferentes al de promotor o liderazgo. Falta escucha activa y apertura institucional.

Los tres factores expuestos (incorporar los sentidos, dar espacio a lo sentido y cuestionar la visión jerárquica de las estructuras) tienen algo en común: intentan incorporar en un marco grupal “lo que no puede ser pensado, dicho o escuchado”. En ocasiones las metodologías nos ayudarán a romper esquemas, pero si no lo hacemos en nuestras consciencias como profesionales y como participantes éstas servirán de poco. Si podemos generar espacios participativos en los cuales seamos capaces de abordar y canalizar estos tres elementos, encontraremos con seguridad la semilla de la transformación.