Sentada en la terraza de un bar con una amiga charlando animadamente, empecé a escuchar un ruido desagradable y estridente. Intentaba seguir la conversación pero me veía alterada por ese sonido iterarivo que, o estaba muy cerca, o sonaba muy alto. Busqué el origen y encontré a una niña con los ojos y los dedos pegados al móvil, jugando. Miré a sus padres, no parecían notar ninguna anormalidad en ello. Entonces me dirigí a la niña y educadamente le pregunté si podía bajar el tono del teléfono. La niña no contestó, ni levantó la vista para mirarme.

Con algo más de incomodidad volví a preguntarle, esta vez esforzando el tono de voz por si no había escuchado. La niña siguió en su mundo. La madre levantó la voz y con cara de desagrado me preguntó “¿Por qué?”. “Porque molesta”, contesté. La madre simplemente comentó “Pues no, este es un espacio público y la niña puede hacer lo que quiera”. Y siguió con su estupendo razonamiento “¡Y si tienes que decir algo me lo dices a mí, a la niña ni mirarla, que tiene 9 años!”.

Lo que le contesté a la madre sobre la convivencia en el espacio público y la educación de sus hijos hizo, por lo menos, que la niña saliera de la órbita cósmica donde se encontraba y bajara considerablemente el volumen. Igualmente me quedé impresionada, no por la negativa de la madre, respuesta que por desgracia me resulta ya habitual en el transporte público, sino sobre todo por esa especie de abducción infantil consentida e incluso inducida ante una interpelación en el espacio común.