En los artículos que voy leyendo sobre resiliencia urbana se pueden detectar tres perspectivas o dimensiones diferentes. Una de ellas se refiere a la idea de resistir ante la adversidad como atributo de resiliencia (ver por ejemplo el artículo de Elaine Batty y Ian Cole: Resilience and the recession in six deprived communities: Preparing for worse to come?). En este primer caso, los autores seleccionan un grupo social inmerso en contextos de mucha adversidad para analizar los discursos y las estrategias (individuales, por otra parte) que llevan a cabo para hacerle frente. Estos autores reconocen que se trata más de gestionar adversidades que de superarlas.

Bajo este prisma, la estructura (social, económica, política, ambiental) no se cuestiona en sus cimientos sino que se analiza y valora por su capacidad de volver al equilibrio. Desde la página de ONU-Habitat se puede leer “La resiliencia alude a la capacidad de los asentamientos humanos para resistir y recuperarse rápidamente de cualquier peligro plausible. La resiliencia frente a las crisis no sólo contempla la reducción de riesgos y daños de catástrofes (como pérdidas humanas y bienes materiales), sino la capacidad de volver rápidamente a la situación estable anterior”. En efecto, el ejemplo más habitual en este sentido es el relacionado con catástrofes naturales (terremotos, huracanes, inundaciones, etc.). Esta dimensión se podría representar así:

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Una segunda perspectiva de resiliencia urbana pone el acento en la capacidad de las ciudades o grupos sociales para adaptarse ante un shock o situaciones de cambio muy pronunciadas (y consideradas negativas). En este caso, se estudia la habilidad de los sistemas para absorber disturbios mediante su adaptación a la irrupción producida. Pero igual que en el caso anterior, la resiliencia supone el mantenimiento de las «las funciones esenciales, estructuras y, en definitiva, la misma identidad», en palabras de Brian Walker. Muchos de los ejemplos de adaptación al cambio climático de la publicación Cómo desarrollar ciudades más resilientes, de las Naciones Unidas, van en este sentido. Esta segunda dimensión se podría representar así:

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Algunos l@s investigador@s se sienten incómodos con estas acepciones de resiliencia urbana, o simplemente acaban rechazando el concepto por su componente conservador y, en el mejor de los casos, vago o falto de referentes teóricos en ciencias sociales. Aquellos que aceptan el concepto por su capacidad evocadora o heurística, ponen el acento en el carácter transformador que puede asumir la resiliencia urbana, resaltando en mayor medida las causas (externas e internas) del desequilibrio, preguntando quién gana y quién pierde en cada modelo de resiliencia, o analizando la intencionalidad de los agentes en un contexto de desigualdad. Desde esta perspectiva, el llamado “shock” puede ser producido por conflictos antes latentes que acaban evidenciando las contradicciones sobre las que se asienta la estructura anterior. La resiliencia puede suponer, desde la dimensión transformadora, la manifestación de patrones alternativos antes invisibilizados y el cuestionamiento de los parámetros anteriores de legitimidad. La tercera dimensión se podría representar así:

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Desde esta última dimensión, se evidencia el impacto diferente que puede tener una catástrofe natural en función de factores como la distribución de recursos en un territorio concreto o los efectos de los flujos de capitales en la reconstrucción de los territorios. Los efectos del cambio climático o de impacto de la globalización, por su parte, se analizan poniendo mayor énfasis en las causas del shock, las resistencias (al status quo), así como la capacidad de autoorganización bajo patrones alternativos. En todo caso, la perspectiva transformadora cuestiona la mirada o acción adaptativa que evite poner en tela de juicio aquellas estructuras, valores o dinámicas que han contribuido a la creación del problema.